Una
puesta de sol
La esfera
dorada estaba allí, en el cielo.
El globo solitario
contemplaba el mar color de plata, su brillo amenazaba con apagar su
luz y a la vez
le llamaba con cantos de sirena, lo atraía como un imán.
Empezó a lucir sus
mejores galas, sacó sus reflejos dorados que tomaron un color rojizo,
anaranjado,
llenando de una sinfonía de colores la montaña, de tal belleza
que inundaba el alma. De repente comenzó
a bajar, lentamente, renuente, con pereza. Descendía
con calma, como si quisiera dar una última mirada a
ese paisaje lleno de misterio que contemplaba como el mar
iba engulléndolo, tragándose sus últimos rayos
y la luz que invadía el horizonte... así, hasta
desaparecer tras la fina línea que separa el mar del cielo.
Sin darme cuenta
apenas, murió la tarde y nació la noche. Las estrellas, brillantes, titilantes,
se adueñaron
de la inmensidad del cielo, allí estaba el
carro de la Osa Mayor, mirándome con orgullo, de vez en cuando
una estrella fugaz y más allá, entre árboles y
rocas, la luna en cuarto creciente, tan cerca que parecía que
la podíamos tocar.
Me quedé callada,
embrujada, escuchando el silencio de la montaña, aspirando el aroma de su
frondosa vegetación y pensando que nada podía ser más bello que una puesta de
sol y una noche de verano en las
montañas de Deyá*.
- Araceli García López- (Palma de Mallorca)
* Deyá (Pueblo de Mallorca)