EL ASESINO

 

 

El asesino tenía un nombre, se llamaba Alfredo Gómez.

 

Aguardaba pacientemente en la casa, contemplando un programa de televisión, mientras se tomaba un Cardhus que paladeaba chasqueando la lengua de vez en cuando.

El humo del grueso habano subía en volutas que a ratos  le irritaba los ojos.

 

La puerta se abrió en ese momento y fue como si un resorte se activase. El arma apareció en su mano por ensalmo, apuntando directamente al corazón de la figura que traspasó el umbral con los brazos en alto.

 

-Tranquilo, soy yo.

 

Alfredo bajó el arma lentamente y se sentó otra vez en el sillón de cuero negro. Con su voz fría, sin matices, le dijo:

 

-¿Traes el dinero?

 

Un sobre cerrado bastante abultado voló hacia él. Lo cogió, lo abrió y empezó a contarlo.

 

-Está todo. No soy tan idiota como para engañarte.

 

Alfredo soltó una risita.

 

-Cuéntame cómo lo hiciste. Ese fue el trato... ¿Sufrió?

 

-¿De veras quieres saberlo?

 

-Sí, ya te lo dije.

 

-Sufrió. Cuando me vio supo enseguida a qué venía y de parte de quién. Intentó escapar, pero yo fui más rápido.  Durante 5 horas tuve su cuerpo colgado de los ganchos que había preparado antes.  Procuré que no perdiese el conocimiento mientras trabajaba con mi cuchillo. Al final no pude evitarlo y se apagó como una vela.

 

-Pero... ¿se dio cuenta? ¿Comprendió lo que le iba a pasar?

 

-Sí, ya lo creo. Cuando se desvaneció prácticamente ya había pasado todo. Lo sintió paso a paso. Después me dio lástima y le pegué un tiro en la frente. Ya deben haber encontrado el cadáver.

 

-Lo he oído en las noticias. No has dejado rastros. Realmente eres un profesional y yo tengo una buena coartada. Estaba en misa, junto a toda la familia y mis amigos. Dime... ¿lo tienes?

 

Alfredo le entregó un tarro de cristal transparente.

 

Como si algo se hubiese roto dentro de ella,  María cayó de rodillas llorando y musitando entre sollozos: gracias, gracias. No podía vivir sabiendo que estaba libre, me estaba volviendo loca. Mi niña, mi pobre niña... cuando la vi allí, desgarrada, llena de sangre, con su carita amoratada. Y él... sonriendo después del juicio, libre, mirándome con sorna.

 

-Una pregunta, ¿por qué tenía que ser hoy precisamente?

 

-Hoy hace un año que la mató. La misa era por el descanso de su alma; yo sé que ella no podía descansar hasta que ese monstruo pagase lo que le hizo.

 

-Bien, ya cumplí mi parte. Tengo que irme. En realidad creo que ha sido la primera vez que he pensado que yo era el brazo de la justicia. Ha sido un placer trabajar para ti.

 

Alfredo caminó lentamente hacia la puerta;  cuando llegó al pasillo volvió sus fríos ojos de pez hacia el interior.

 

María seguía arrodillada, abrazada al tarro donde flotaban los genitales del verdugo  de su hija.

 

Sin decir nada, con un brillo extraño en la mirada, abrió la puerta del ascensor y desapareció.

 

- Araceli García. Palma de Mallorca-