Las historias de la tía Juani

Tía, cuéntame otra vez aquello de cuando fuiste a Madrid, anda.  Y ella, que es una narradora

 nata y disfruta contando historias, sin hacerse rogar, comienza:

Fue en una época en la que estábamos necesitados de dinero. A mi padre le había dado una

parálisis cerebral y ya no podía trabajar en la mina, así que todos tuvimos que arrimar el

hombro para sacar la familia adelante.  A mí me tocó irme a servir a Madrid, a una casa

 de alcurnia y me cogieron gracias a que llevaba una buena recomendación.
Recuerdo que entramos el mismo día casi todo el servicio (cocinera, doncellas, etc. ); eso

debía haberme escamado porque era extraño que, de repente, todo el servicio se hubiese ido

 a la vez ¿no?
Total,  que desde el primer día me di cuenta de que allí era todo apariencia y poco más.
Eran unos doce de familia entre padres e hijos y, excepto una de las hijas, todos ellos de una

 prepotencia escandalosa.
Empecé con mal pie. Ese mismo día me cargue un jarrón que decían que valía muchísimo, no

sabía que hacer, así que cogí los pedacitos uno a uno, los guardé en una bolsa y los metí

debajo del armario, pensando negarlo todo si se apercibían de su falta, aunque, todavía no sé

por qué, nadie me dijo nunca nada.
La señora de la casa era cojitranca y muy mal encarada, tacaña como ella sola y yo, que

solamente tenía 16 años y muchas ganas de juerga, imitaba su peculiar forma de caminar

cuando no me veía e incluso me arriesgaba a veces a hacerlo caminando detrás de ella,

para regocijo del resto del servicio.
¡Pasé más hambre en aquella casa! claro que eso fue al principio, después comprendí que

había que espabilarse y vaya si lo hice.
Cada día a la hora de comer pasaba lo mismo, servías la comida y desaparecía  casi como

por ensalmo (uno de los hijos sobre todo, que era un tragón de mucho cuidado, al que yo

miraba con una mala leche impresionante cada vez que repetía). Se me ha olvidado decir

que el servicio comía después lo que sobraba y, como nunca sobraba nada, ya me dirás...

huevos al canto.
Decidí que esto se tenía que solucionar. Cuando iba a comprar, como la señora contaba

todos los víveres adquiridos y siempre eran cantidades justas,  le pedía al carnicero que

cortase 4 bistés el doble de gruesos. Luego los partía por la mitad y sacaba otros tantos

para nosotras. Los guardábamos en la maleta hasta la noche, porque la cojitranca revisaba

todos los rincones de las habitaciones, excepto allí.
Había un frutero enorme y se llenaba cuando era el tiempo de picotas grandes y hermosas.

Esperaba pacientemente hasta que alguno de los hijos empezaba a meter mano, pero en

cuanto picaban, entraba en acción y me llenaba los bolsillos. Iba al baño a comérmelas y

tiraba los huesos por un ventanuco que daba a un patio pequeño (lo mismo hacía con las

aceitunas y con cualquier cosa que tuviera hueso). El apetito agudiza el ingenio, hijo.
Recuerdo una vez que había una cena de etiqueta. Venían unos embajadores de no sé dónde

 y la señora, como siempre, dijo que todo lo que había se tenía que servir y así lo hicimos.

 Al final, muy fina ella, ofreció: si alguien quiere repetir...  y yo pensando: como alguno diga

que sí, la hemos armado. Insistió más de tres veces sin hacer caso de mis miradas asesinas.

Menos mal que eran gente educada y respondieron que no. Luego comprendí que ya sabía

doña Inés que no iban a repetir.
Otro día que también había invitados, estos de más confianza, al acabar con todo como

hacían habitualmente, me dijo: Juanita, ustedes háganse unos huevos. No me pude contener

y respondí: A este paso, señora, se nos va a poner cara de chinos, totalmente amarilla, de

tanto comer huevos.
Al momento vino detrás de mí, diciendo: Juanita, eso que ha dicho delante de los invitados

está muy mal.
Respondí que lo sentía pero que era una verdad más grande que una Catedral.
De todos ellos se salvaba una de las hijas. Cuando salía, a la vuelta, nos traía pastelitos o

cualquier otra cosa. Si no llegaba antes alguno de los otros y se los comían, ese día había

fiesta. Era muy maja, la verdad. Cada vez que se iban los padres fuera, poníamos el

tocadiscos y le enseñaba a bailar el Rock and Roll. Lo pasábamos muy bien.
Por eso el día que mi madre me mandó un jamón del pueblo, preparé para todas nosotras y

pensé en ella para que lo probase. En esas que entra el tragón y me dice: Juanita, prepáreme

 la merienda.
Yo, haciéndome la tonta: ¿la merienda? en la nevera no hay nada.
Hágamela de ese jamón.
Y yo... pues no puede ser porque el jamón es mío.
Al rato oigo el timbre y subo a ver qué quería la mandamás.
Juanita, me ha dicho mi hijo que no le ha querido usted preparar la merienda.
No, señora, yo sí le preparo la merienda, pero es que no hay nada en la nevera.
 ¿Y el jamón?
 Usted sabrá si hemos comprado jamón, ¿no? El único que hay es el que me ha mandado mi

madre y es mío, así que lo comparto con quien quiero.
Se calló y no comentó nada más.
Nunca entendí porque no me echó de la casa con tantos desplantes como le hice. Supongo

que porque nadie podía aguantar en ella y le era imposible encontrar otra doncella.

Tía, cuéntame lo del perro, anda.

Tenían un perro enorme y comía menos que nosotras que ya es decir. Un día que me iba de

paseo, me dice Doña Inés que antes de irme le prepare la comida al perro. Como no había

nada y me daba pena del pobre animal, le hice unas patatas guisadas, condimentadas como

las hacía mi madre, que estaban sabrosas pero que no llevaban nada consistente.
Al regresar me dice con aquella voz de pito insoportable:
Juanita, le dije que antes de irse le hiciese la comida al perro y usted no ha hecho ni caso.
¿Cómo qué no?  Antes de irme la he dejado preparada.
 Eso no es cierto, en la cocina no había nada.
 Mire, yo he dejado una cacerola con patatas para él.
 Y salta el tragón: ¡Ah!, ¿aquellas patatas eran para el perro? pues me las he comido,  

estaban muy buenas.
 Se había jalado la comida del pobre can, el desgraciado.
 Duré dos años y medio en aquella casa y fue una tortura. El único día libre era una tarde

a la semana.
Un día se plantó Dª Inés delante de mí  asegurándome que voy a ir al infierno porque nunca

 iba a misa;  le respondí que cuando quería que fuese si siempre estaba ocupada, que si me

daba libre yo iba.
Puede usted ir a misa de siete.
¿A las siete de la mañana? ¿Y por qué no a las diez?

No, a las diez no, esa es misa de señores y no estaría bien que una sirvienta fuese a esa hora.

Ya ves su caridad, hijo. Esa era la religión que practicaban en aquella época, en la que eso

de la igualdad de clases era impensable, hasta había que ir a la iglesia a otras horas, para no

mezclarse.

En cuanto fueron mejor las cosas en mi casa me largué a toda prisa y regresé con mi familia.

Bueno, niño, ya está bien por hoy. Otro día te cuento cosas sobre el abuelo, era rojillo y

minero, como sabes, o sea que le pasó de todo en aquellos años donde ser de ideología

comunista era un pecado.

- Araceli García. Palma de Mallorca-