La insoportable decadencia

 

 

 

Apoyado en aquella vieja farola, que iluminaba la estrecha y angosta calle donde vivía, se detenía habitualmente a contemplar la luna y las estrellas. El silencio de la noche era cómplice de sus recuerdos, que desenterraba con la misma facilidad con la que, horas antes, había ingerido varias copas de ginebra.  Allí, junto a la farola,  aguardaba el adiós de las estrellas,  a la espera de que el amanecer le franqueara la puerta de su casa.

 

Vivía y no vivía con  la mujer que le cocinaba y lavaba la ropa, pero la que hacía tiempo había dejado de darle cobijo bajo las sábanas del lecho conyugal.  Sabía que ella aún le quería, pero no soportaba su aliento a alcohol,  ni la insoportable decadencia del hombre  que  fuera en otro tiempo,  hombre al que había venerado.

 

Era un escritor frustrado, autor de varias obras de teatro que nunca llegó a estrenar. Sus novelas, que ni tan siquiera se dignaron en leer, habían recorrido multitud de editoriales. La máquina de escribir languidecía polvorienta en la vieja mesa junto al cenicero repleto de colillas, en la oscura habitación maloliente que albergaba “su obra”, amontonada en estanterías repletas de libros desordenados que nunca tuvo tiempo de catalogar.

 

Ella aún era joven. Nunca le había sido infiel, a pesar de que él hacía tiempo que, atiborrado de copas cada noche, ni tan siquiera le rozaba la piel. Por eso decidió, hace tiempo, cerrar a cal y canto la puerta de su corazón, para así evitar momentos de debilidad. Por la mañana, a eso de las seis, se iba al trabajo, dejándole la llave de la casa en el buzón del correo.

 

Abrió la puerta no sin dificultad y, una vez dentro, se dejó caer en el sucio camastro que tenía en aquella habitación donde conservaba toda su obra. Sin desvestirse, cubrió su cuerpo con la colcha  arrugada que reposaba a los pies de la cama y se entregó en brazos del sueño.

 

Eran las tres de la tarde cuando regresó del trabajo. Como cada día, abrió con cuidado la puerta del cuarto y se sorprendió al no encontrarle durmiendo, o mirando desde la ventana con el humeante cigarro colgando de la comisura de los labios. Pensó que algo extraño sucedía. 

 

Pasaron las horas. Se sentía tan huérfana como la farola que, presagiando lo peor, apenas lucía al otro lado de la calle. Con la frente pegada en el cristal de la ventana, sentada en un sillón, al lado de la mesita donde estaba el teléfono y unos cuantos  retratos -recuerdo de su juventud y de los años felices de matrimonio-, comenzó a recorrer su cuerpo una cierta sensación de desazón.

 

Bajó de dos en dos los peldaños de la escalera. Echó un vistazo al buzón de la correspondencia. En el pequeño habitáculo encontró un sobre. Sintió que en su interior había unas llaves. Lo abrió y, en efecto, dentro de él estaban las llaves de la casa, junto a una nota que, nerviosa, se dispuso a leer:

 

“Me voy. Zarpo como un barco sin timón, sin norte ni brújula. Huyo del mundo cruel y despiadado por el que no he sabido navegar. Con rumbo errático, he estado perdido durante todos estos años en un mar lleno de sueños, de dudas  y  esperanzas. No supe hacerte feliz. Ni tan siquiera pude darte un poquito de afecto. Parto ligero de equipaje. Apenas llevo unos cuantos sueños, guardados en la deteriorada maleta que es mi mente. Conservo en la memoria el recuerdo amargo del fracaso, la sinrazón de mi vida... y la imagen triste de tu rostro. En esta noche sin luna ni estrellas, que ocultan mis cobardes lágrimas, entono la canción desesperada del adiós. Algún día sabrás de mí”. 

 

Guardó la nota en el bolsillo del abrigo  y, entre lágrimas, se fue. También sin rumbo.    

 

- Tomás Martín-